domingo, 15 de agosto de 2010

DON SEVERIANO (No matarás)

Freddy Secundino S.

Lo que hizo conmigo era cosa de no olvidarse ni de perdonarse. Además de vengarse.
¿Cómo no hacerlo si nunca me han humillado tanto? ¡Fueron años! Interminables las noches que soñé su temblorosa mano izquierda, tijera en mano, cortando mi orejita y destrozando mi tierno cuello.
¿Olvidar?
Cómo, me repetía una y otra vez, ¿cómo perdonarlo? No. No. Y no. ¡Sus propias tijeras deberían matarlo!...
Era para llenarse de muina. Lo único que merecía era la muerte. ¡Al diablo con las consecuencias! El que se diga hombre no dejará de serlo ni en el infierno. En última instancia, si no era así, ¿qué más daba?
Mientras tanto, la única vía hacia la tranquilidad espiritual era la venganza. Y en este caso, eso significaba muerte.
Castigo máximo.
Homicidio.
Acabar con una estupidez.
Fin.
Nada más.
¿Pero cómo realizar el crimen perfecto?
Porque tendría que ser así.
Sólo así.
Para disfrutarlo.
Para gozar los decires de la gente del pueblo durante el velorio y los días posteriores.
Para burlarse hasta de su recuerdo, y sin que nadie se diera cuenta. ("Voy a eliminarle hasta el alma", pensé antes de hacerlo.)
Para que la pregunta obvia se confirmara cada día de mi necrofiesta: ¿Quién lo habrá hecho? Y los acostumbrados y estúpidos lamentos: tan bueno que era, a nadie nunca le hizo nada, ¡a su edad!, pobre señor...
Sí, cómo no. ¡Pues todo eso tendrían que tragarse!
Porque de que me vengaría, ¡por supuesto que sí! Más aún: me divertiría dándole, como se dice vulgarmente, agua de su propio chocolate. ¡¡¡Jajajajaja!!!
Querrán saber por qué tanto odio. Y es muy simple. Los hombres verdaderos harían lo mismo que yo. El que no odia no sabe vivir. Cuando Don Severiano -nombre de la víctima- sembró en mí la semilla de la defensa -porque lo mío fue defensa propia-, yo tenía cinco años de edad. Mi padre me lo impuso dictatorialmente como mi peluquero de base. Cada mes tenía que ir a sufrir lentamente la parsimonia para torturarme, además de las groserías del viejo, tan viejo -al menos así me lo parecía, aunque sólo tenía 50 años- como la mohosa tijera con la que me jalaba los cabellos de la nuca y las sienes de tal modo, que las veces que me lo cortó -¡fueron cientos!-, han sido las únicas veces que he llorado por algo.
--¡Ay, me jalaaa!
--Aguántese. ¿Qué, no es hombrecito?
Pues sí, sí era un hombrecito. Ya dije que todo esto sucedió cuando yo era niño. Pero él me lo decía ofendiéndome. Y si yo le decía que le iba a decir a mi papá, él no decía nada y sí en cambio me respondía con una vulgar y escandalosa carcajada que dejaba ver su horrible dentadura, tan llena de caries donde había dientes, porque le faltaban varios. Y con pestilente intención, pasaba una y otra vez la desgraciada tijera entre mis cabellos, haciendo que yo sólo me dedicara a aguantar los jalones del cuero cabelludo y llorar, llorar y llorar porque tenía miedo de acusarlo con alguien igual o más intolerante que él, por sólo imponérmelo.
Me refiero a mi padre, por supuesto.
He de suponer que por eso se me secaron los ojos.
Sin embargo, no se piense que soy un insensible. Al contrario. Es sólo que ya no me salían lágrimas. ¡Jamás! Nunca más desde entonces. Y estaba convencido de que sólo vengándome habría de lograrlo nuevamente. ¡Yo quería llorar otra vez! Aunque siquiera fuere al picar una cebolla.
¡Ay!, cómo recuerdo el desesperante temblor de su mano izquierda, ¡con la tijera consigo!, aproximándose a mi también temblorosa cabeza, inmovilizada por su mano derecha. Doce veces al año, durante decenas de meses... ¡Para mí fue una eternidad!... Y sin embargo, no era entonces cuando brotaban las lágrimas. No. Éstas salían a chorros e incontrolables después de cada corte. Y no era entonces porque, para mi sorpresa, siempre, invariablemente, su temblorina paraba al momento en que daba el primer corte.
Y no, por supuesto, no es un asunto para olvidar.
Por eso el recuerdo, el cicatrizante recuerdo.
¡La maldita pesadilla!
La reclusa pena.
La leprosa sed de sangre.
¿Pero cómo vengarme?
¿A balazos?
No, mucho ruido y pocas nueces. O sea, no lo disfrutaría tanto porque sería una venganza muy ruidosa y rápida.
¿Ahorcándolo?
Tampoco. Era demasiado silencio para tan grande ofensa. ¡Y sin sangre! No. Denegado. ¿La vieja tijera?
Podría ser...
En fin.
De una cosa sí estaba seguro: tenía que ser doloroso.
Cruel.
De otro modo me habría vuelto loco y esto no lo hubiere contado. ¡Ah, qué alivio contarlo! Siento -al menos ya es ganancia- que se me escurren las lágrimas de tanta emoción. Snif, snif, snif...
Y es que Don Severiano era, como diríase en la plaza, más que un hombre pobre, un pobre hombre. A pesar de su edad. Bueno, cuando se es niño uno cree que los mayores, los viejos, no deberían ser tontos, y él me lo parecía así. Es más: aun antes de que me cortara el cabello por primera vez, ya era tal. Tenía dos hijos, ya casados, que le habían dado cinco nietos, tan impertinentes, molestos y despreciables como el viejo. Nunca me simpatizaron. Aunque, a decir verdad, nadie de esa familia me caía bien. Todos eran unos corrientes. Yo me preguntaba cómo es que podían nacer personas así.
Sin embargo, con el tiempo aprendí a utilizar mi inteligencia: llegué a idealizarlos como personajes incidentales, como fantasmas que ya no me espantaban, y por el contrario, ellos eran quienes temían acercárseme. Digamos que con ellos supe lo que es la intolerancia de tolerar a los intolerantes. Si bien íbamos juntos a la escuela y dos de ellos -un varón y una escuincla mugrosa- compartían aula conmigo -sí, dije bien porque yo era el amo y señor en el grupo-, nunca hice amistad con ellos, convencido de que gente así no era digna de ella. He de suponer que, a pesar de considerarlos unos tontos, lo entendieron de antemano, pues nunca intentaron que fuera su amiguito.
Hicieron bien, por supuesto. Tal vez eran tontos, pero no tanto. Para mí eran simplemente ceros a la izquierda. Sólo imagínense: yo, un estudiante de dieces, con un papá que era jefe en el pueblito, líder del grupo en la escuela, exitoso con las niñas, el preferido de los maestros y... ¡¡sobre todo!!, de las maestras. Con virtudes tales, uno no puede ser menos que soberbio. Y ni el viejo ni su prole estaban en condiciones para ser como yo o algo parecido. Por lo tanto, empezaría mi furia en contra de él.
A los diez años -cinco de tortura- organicé un complot junto con mis amiguitos de confianza: un día que el viejo estaba solo, ocupado en jalarle los cabellos con su vieja tijera a mi padre -de quien, por supuesto, también era su peluquero-, le abrimos la puerta del chiquero a los marranos que engordaba atrás de su casa.
Tardó una semana en encontrar y volver a encerrar a todos los puercos. ¡Y eran diez! Yo nunca entendí porqué siempre fueron tantos, si se suponía que los engordaba para vendérselos al carnicero de un pueblo vecino. Total, que le hicimos la maldad y nos moríamos de risa al ver salir desde lejos a los marranos, en estampida hacia su libertad, pero en silencio, como sabedores de que les hacíamos un gran favor, convertidos ya en nuestros cómplices, a cambio de nada, más que nuestra felicidad por una travesura inteligente.
Fue mi primer regocijo (¡y sin tijeras!) y mantuve mi paz espiritual durante varios días, hasta que volví, cumpliendo con mi habitual imposición paterna.
--¡Ay, me duele!
Y él: "Aguántese".
--¡Con cuidado!
Y él: "¿Acaso eres vieja?"
--¡Me jalaaa!
Y él: "Le voy a jalar las orejotas, si sigue quejándose, cobarde. Al fin que ya me dio permiso su padre".
Y así sucesivamente.
Aunque esto último era mentira, por supuesto. Sabía que no lo acusaría con mi progenitor, por eso abusaba.
¿Cuánto tiempo me lo hizo? ¡Años! ¿Por qué? Pues porque era el único peluquero del pueblo. El más cercano de allí estaba a cinco kilómetros de distancia.
Durante un tiempo sufrí una pesadilla a eso del amanecer: su temblorosa mano con la tijera lista para cortar mis orejitas.
Mi madre y yo la bautizamos como "la pesadilla de las tijeras".
Al poco tiempo de semejante suplicio, un día le dije a mi papá que estaba dispuesto a caminar hacia allá, hasta el otro pueblo, "para respirar otros vientos"...
Y sobra escribir su respuesta.
Por circunstancias de la vida que no tiene caso recordar ahora, nos mudamos del pueblo cuando yo contaba con doce años cumplidos.
"Ya estoy grande y algún día regresaré a vengarme de todas las jaladas que me hizo este viejo", pensé el día que partimos de allí, adonde volví hasta el día de mi desquite.
Ese singular día, dichoso día, inolvidable día, ¡glorioso día!, no existía la indulgencia para mí.
La solidez de mi decisión, la justa defensa que haría de mi honorabilidad, me mantenía, a lo mucho, ansioso, pero en el fondo gozaba de una envidiable serenidad, que mantuve hasta el momento de consumar mi venganza. ¡Ah!, dulce venganza.
Brincaba de gusto por dentro al hacer uso de mi crueldad.
Yo sentía que mi vida no tenía sentido si no me vengaba.
Aquella maldita tijera aún la conservaba, a pesar de tantos años.
Era como su razón de ser.
Y era, ¡qué bueno!, mi instrumento idóneo para golpear en la razón de ese decrépito y odioso viejo ser, viejo -75 años-, sí, muy viejo, como para que me intranquilizara la loca idea de que opondría resistencia.
--Ni lo va a sentir --dije para mis adentros.
Igual que el día en que comploté con mis amiguitos, Don Severiano estaba solo, ocupado en jalarle los cabellos a otro viejito, poco más joven que él, con la misma tijera con que lo hizo conmigo.
Le dio mucho gusto -así lo dijo- que después de tantos años volviera con él a cortarme el cabello.
--No, Don Severiano, no vengo a eso --lo corté enseguida. "Brincos diera", pensé.
Se veía saludable y así se sentía él mismo.
Estuvimos platicando amablemente algunos minutos, recordando entre risa y risa tiempos idos...
Tal era mi estrategia.
Él no paraba de reir, contándole a su cliente cuánto y cómo me quejaba mientras él trabajaba con su temblorosa mano.
Su contemporáneo tampoco dejaba de reir, mostrando igualmente sus desérticas encías.
Le dijo que era la misma tijera con que le cortaba su escaso cabello y el cómplice se llevaba las manos al estómago por tanta gracia.
"Perfecto", me congratulé, cada vez más seguro de mi caza porque poco a poco la presa iba cayendo en la trampa.
En lugar de poner la tijera en su sitio, me la dio.
"Has cavado tu propia tumba", le dije en silencio mirándolo a los cansados y casi inservibles ojos.
Le daría un ejemplo, el último en su vida, una lección de severidad..., burlándome hasta de su nombre, su dignidad...
El cliente tenía en sus arrugadas manos un gastado espejito -el mismo en el que yo me vi de niño- y se auscultaba la nívea cabeza una y otra vez, arqueológicamente lento, aprobando o no el corte que Don Severiano le había hecho...
Yo estaba atrás de ambos viejitos.
Los segundos se me hicieron una eternidad, con el arma mortal en mi poder, esperando un descuido de mi víctima...
Hasta que por fin sucedió.
Me levanté poco a poco de la silla, él de espaldas, agachado, el decrépito cliente pegado al ídem espejito, y yo con la igualmente vieja tijera bien empuñada dentro de la bolsa izquierda de mi chamarra, dispuesto a lo que iba.
--Don Seve --le susurré al oído tocándole el hombro con la mano derecha, mientras la izquierda la sacaba lenta y decididamente de la chamarra.
Y...
--Me dio mucho gusto saludarlo --le dije despidiéndome y dándole un apretón de manos.
Nos dimos un fuerte abrazo y nos deseamos salud y buena vida...
Y murió un mes después.
Ahora lo recuerdo con melancólica picardía: aún conservo la vieja tijera que ese día le robé sin mayor sigilo, y así, con esa travesura creí destruida el alma, la razón de ser de aquel viejo peluquero de mi pueblo que tanta rabia me despertó cuando era yo un niño y quería matarlo por tanto que me jalaba el cabello cada vez que me lo malcortaba.
A veces me pregunto si habrá sido la tristeza de haber perdido su vieja tijera lo que lo mató...
Cual crimen perfecto, nunca lo sabremos.


*Cuento del libro Precocidades, de Freddy Secundino S., publicado en 2006 por Editorial Resistencia.

domingo, 8 de agosto de 2010

CARTA A FELIPE CALDERÓN

Una lectora nuestra nos envió copia de una carta pública dirigida a Felipe Calderón Hinojosa, a propósito de la "guerra" contra el narcotráfico que él anunció el 1 de diciembre de 2006, luego de tomar posesión del Ejecutivo federal, misma que él ha sostenido a capa y espada, a pesar de las múltiples críticas sobre su pésima implementación, la clara evidencia de que está perdida, de desangrar al país, de la creciente violación de los derechos humanos por parte de los soldados en su desesperación por cumplir con la orden presidencial, y de los civiles inocentes muertos quienes para él, simplemente, "son los menos". Una "guerra" prácticamente personal que ha dejado ya, según cifras de su gobierno, cerca de 30 mil víctimas mortales... y contando.

La ciudadana mexicana Lourdes González García, como millones de mexicanos que están en desacuerdo con la forma en que el gobierno federal está peleando con los narcotraficantes y con ello incrementando la inseguridad en el país y el consumo de drogas ilícitas, decidió protestar a su manera y escribió la misiva, copia de la cual envió a varios periódicos de circulación nacional, pero hasta ahora sólo La Jornada le dio espacio en sus páginas. A continuación, el texto íntegro:

SR. FELIPE CALDERÓN
PRESENTE

Quizá usted ni siquiera tendría por qué responder a esta carta porque yo no voté por usted.

Sin embargo, no puedo dejar de expresale la frustración, desaliento, impotencia e incertidumbre que su gobierno ha dejado en mí, una ciudadana más de este lacerado país que en algún momento usted tomó en sus manos y ofreció sacar adelante. "Para que vivamos mejor", dijo en su campaña.

¿Para que vivamos mejor? ¿Cómo, señor Calderón? Si desde que usted llegó al gobierno millones de mexicanos han perdido su empleo.

¿Para que vivamos mejor? ¿Cómo, señor Calderón? Si desde que usted llegó al gobierno hemos ido perdiendo día con día la exigua seguridad que nos permitía salir a las calles con cierta confianza.

¿Para que vivamos mejor? ¿Cómo, señor Calderón? Si desde que usted llegó al gobierno se ha perdido el mínimo respeto a la vida.

Pero no esa vida que usted y sus pares de la derecha llaman "desde la concepción", la vida de niños en Sonora y Tamaulipas, la vida de jóvenes en Juárez y Monterrey, la vida de cientos de civiles abatidos por las balas del "fuego cruzado" o "daño colateral" por su guerra contra el narcotráfico, cuyo número crece, crece y crece.

¿Sabe? A veces he estado a punto de creer que lo mejor es atender la recomendación de su correligionario Vicente Fox: ¡¡¡no leer periódicos para ser feliz!!!, no enterarme que usted se fue a apoyar a la Selección a Sudáfrica, mientras aquí su secretario de Gobernación ofende nuestra inteligencia cuando insiste en que la muerte de dos niños en Tamaulipas fue resultado de un fuego cruzado.

No leer el periódico y no enterarme que la empresa que gobierna este país, Televisa, ganó la preciada licitación para operar más de 20 kilómetros de fibra óptica durante 20 años, a un precio irrisorio (aunque Molinar Horcasitas diga lo contrario).

No leer el periódico y no enterarme que la gasolina volvió a subir como cada mes. No leer el periódico y no enterarme que el Renaut, donde están mis datos, mi número telefónico y el de toda mi familia, ¡¡¡está a la venta en Tepito!!!

Quisiera no leer el periódico y no enterarme que el dinero que llega a manos de quienes gobiernan este país y que es resultado de los impuestos que paga la gente que sí trabaja, se va por el caño de los procesos electorales.

Tal vez ni siquiera debería mencionarlo, pero sepa usted que yo sí estoy haciendo mi parte. Todos los días me levanto optimista, llevo a mis hijos a la escuela, me comprometo con mi trabajo, pago mis impuestos, respeto las reglas de convivencia social, voy a votar, etc. etc. etc.

Pero... ¿con qué cara, señor Calderón, le digo a mis hijos que estudien, que sean buenas personas, que sean respetuosos, si ni siquiera les puedo garantizar que mañana habrá un país al cual servir, disfrutar y respetar? Tengo miedo, señor Calderón.

Tengo miedo porque no veo una salida a toda esta vorágine de acontecimientos que su "guerra" ha destapado. Tengo miedo porque no le creo cuando usted dice que esta "guerra" será breve. Llevamos ya cuatro años.

¿Cuánto tiempo más, señor Calderón?

¿Qué sigue, señor Calderón?

¿Quién sigue, señor Calderón?

Atte.
Lic. Lourdes González García