domingo, 15 de enero de 2012

LOS RECOLECTORES DE ESTRELLAS (Cuento)

FREDDY SECUNDINO S.

Fuimos allí porque queríamos cumplirnos nuestro más preciado sueño infantil.
Habían transcurrido ya algunas décadas y, sin embargo, mi hermano Apolinar (Apo) y yo aún no olvidábamos aquella fantasía que durante tanto tiempo vivimos noche a noche en el patio de la casa paterna.
¿Y cómo se nos iba a olvidar?
De visita en nuestro pueblo natal, coincidimos con mi mejor amigo de la infancia, Casimiro (Casi), a quien le pedí que nos acompañara a "buscar" las estrellas que, según nosotros, habían caído al poniente del caserío.
-¿Te imaginas cuántas estrellas están allí, sin brillo y amontonadas? -reté a Casi, quien me miraba con el mismo azoro que cuando niño le contaba "historias increíbles", según su dicho.
Casi nació con ojos de camaleón: los mueve de manera independiente uno del otro.
De niño, su propio padre le puso el apodo de Camaleón, y niños y adultos así lo llamaban, pero yo siempre le he dicho Casi.
Ese día, asombrado por lo que le empecé a contar, con un ojo miraba a mi hermano y con el otro a mí, y a ratos con aquél me miraba a mí y con éste a Apo...
Nunca se lo dijimos a nadie, hasta ese día veraniego en que Apolinar y yo decidimos ir al cerro -que está "para donde el sol nuere", como decía mi abuela- a recoger las estrellas que de niños vimos caer allí.
Casi aceptó acompañarnos hasta que le contamos la historia completa, no obstante lo difícil que sería, pues el nombre del lugar anticipaba lo complicado del acceso: Cerro del Machete.
Decidió vivir semejante aventura, con tal de sumergirse también en el recuerdo. A fin de cuentas, la inquietud que lo caracterizó de niño, no podía evitarla ahora que ya tenía nietos, a quienes les podría contar tan fantástico cuento. Sería, según nos dijo en el trayecto del azaroso camino, una manera de convencer a los niños de que ésa es una tierra que no pueden abandonar del todo.
¿Cuándo, alguno de ellos había visto caer una estrella?
Nunca.
En la ciudad donde vivimos, sólo se ven las más grandes... "Y ésas no se caen", diría Casi. Pero las que Apolinar y yo vimos caer, tendrían que estar donde vimos que caían.
Y allá fuimos, a revelar el misterio de lo que durante tanto tiempo habíamos mantenido como "nuestro secreto" y, de pronto...
-¡Una estrella! - sorprendió Apolinar, mientras con su machete cortaba con cierta desesperación los arbustos que tenía ante sí.
-¡Aquí hay otra! - dijo enseguida Casi, haciendo lo propio con su machete...
¿Una broma obvia?
¿Estrellas?
¿De las que hacía tantos años vi caer tantas veces?
Pronto se haría de noche.
Apo debió estar a unos diez metros de donde yo me encontraba sentado viendo morir el día, y Casi, como a la mitad del espacio que había entre mi hermano y yo. El mar se divisaba inmenso, mucho más inmenso de lo que me pareció la primera vez que estuve en la playa.
Las nubes ("aborregadas", como dicen en el pueblo) embellecían el arrebol y me habían embelesado: el sol parecía el rostro sonriente de un bebé travieso que se escondía entre las nubes... Era un colorido paisaje celestial único.
Al oriente está el pueblo de nuestra niñez primera, La Vuelta del Barco.
Desde allá, la puesta de sol es a la cinco de la tarde, cuando visto desde la playa el astro rey aún está en lo alto.
Nunca la habíamos visto desde una altura como la del Cerro del Machete.
Cansados de ir abriendo brecha y resignados a dejar de soñar con nuestra fantasía, los tres nos habíamos sentado unos minutos a descansar, mientras los rayos del sol enfriaban.
El Cerro del Machete pareciera una indiscreción de la naturaleza: es la única protuberancia de la tierra en varios kilómetros a la redonda de La Vuelta del Barco... De allí al mar, hay una extensa planicie sembrada de cocoteros. Desde las alturas, los tejados de los caseríos cercanos a la playa se divisan como pequeñas manchas rojas entre el verde intenso de los cocoteros, cortado por la esbelta línea gris que figura la carretera.
-¿Se imaginan cómo se vería todo esto hace muchos siglos, cuando, probablemente, había mar aquí donde estamos? -examinó Casi durante el descanso.
-¿Tú te imaginas si una ola gigante llegara hasta aquí y se queda mucho tiempo y luego se va... y tú lo ves todo? -resolvió mi hermano.
-¿Y las estrellas? -pregunté, y ni uno ni el otro dijo nada más.
La pregunta de mi hermano era similar a la que se le escuchó durante una clase, en tercer grado: libro en mano, el maestro explicaba la teoría de por qué se habían hallado restos de animales marinos en tierra firme, a muchos kilómetros de la playa.
El profesor, acostumbrado a la histórica hipótesis, no supo qué decir ante la interrogante de Apolinar.
Lo mismo le sucedió a Casi, esta vez.
Luego de un prolongado silencio, acordamos regresar a La Vuelta del Barco... ¡Sin tan sólo una estrella!
¿Acaso era pedir mucho?
En vano, habíamos estado otra vez, como lo hacíamos noche a noche Apo y yo en el patio de la casa, invocando a las estrellas con una canción que yo escribí en aquellos días maravillosos.
Anécdotas compartidas en la infancia...
Habíamos hecho un inventario de las cosas ya casi muertas, las desempolvamos y, uno tras otro, las acomodamos, con la avaricia y la solemnidad propia de los viejos que se obsesionan con ciertos recuerdos...
Yo recordé mi "canción de cuna", como la nombraba en aquel entonces, y les pedí que la cantáramos.
A mi hermano nunca se le olvidó, pero para que Casi también participara, tuve que cantársela antes de hacerlo en coro.
Con ella gané un concurso nacional de poesía infantil a los diez años, poco después de llegar a la ciudad. Le puse por título "Mi estrella fugaz".
Dice así:

Estrellita, estrellita
del cielo poniente,
ven aquí, chiquita,
con tu cola brillante.

Ven a nuestras manos,
estrella valiente,
si no, ¿con qué jugamos?
Anda, sé complaciente.

Si dejas el cielo
para ir a casa ajena,
ven, no vayas al suelo,
ven, no tengas pena...

Estrellita, estrellita
del cielo poniente,
ven aquí, chiquita,
con tu cola brillante.

¿Cómo olvidarla?
Noche a noche, durante días, semanas, meses, mi hermano y yo invocamos a las estrellas entonándola.
Lo hicimos decenas, centenas, tal vez miles de veces. Inclusive, dormidos, cada quien en su sueño, y creo que una vez coincidimos.
Mi madre nos despertaba al escuchar lo único que balbuceábamos una y otra vez, mientras los brazos de Morfeo nos cobijaban: "Estrellita, estrellita/ del cielo poniente... Estrellita, estrellita/ del cielo poniente..."
-¡Qué necesidad la de pensar que las estrellas cayeron en ese cerro feo! -nos decía mi madre, cual grabación, cada vez que nos despertaba.
Nuestras hermanas se burlaban de nosotros, y con razón: las fastidiábamos hasta el cansancio con nuestra tonadita.
Yo era empecinado, me enojaba con ellas cuando me hacían burla, y allí estaba, sentado en la tierra, esperando a que cayeran las estrellas, con la atención fija en el poniente... Muchas veces, me quedé dormido en el patio, arrullado con mi canción y sin ver caer ninguna.
El día que fuimos al Cerro del Machete por las que vimos caer, la cantamos entre risas. Luego de haber decidido regresar a casa -¿y sin ninguna estrella?-, entonándola en coro, mi hermano y Casi se levantaron y comenzaron a dar machetazos a diestra y siniestra en la maleza y... repentinamente aquel sueño se convertía en realidad.
-¡Una estrella... una estrella! -gritaban al unísono.
¿Estrellas?
¿De las que vimos caer hacía tantos años?
¿Dos estrellas?
¿Pero por qué sólo dos, si yo vi que cayeron muchas?
Además, ¿cómo era posible que ellos las hallaran primero que yo?
No olvido cuán difícil me fue, los primeros días que las vi caer, convencer a Apo de que me acompañara en el patio a vigilar el cielo poniente. Yo suponía que entre ambos podríamos inventar suficientes pretextos para lograr siempre el objetivo...
Era tanta mi obsesión, que no me importaba la burla de mis hermanas, ni los regaños de mi madre, quien no nos permitía estar fuera de casa después de las nueve y media de la noche.
Sin embargo, no me faltó ingenio para lograrlo.
A veces, como cuando íbamos al río a volar papalote, recolectaba piedritas para fingir practicar con la resortera mi "tiro al blanco nocturno", tirándole a las siluetas de las hojas de los árboles más altos, sembrados al poniente de la casa. Sólo tenía que soportar la cantaleta de mi madre diciéndome que tuviera cuidado, que podía lastimar a alguien...
Para fortuna mía, a la primera semana de cotidiana insistencia, mi hermano accedió acompañarme, pero cuando vio caer la primera estrella, se le metió en la cabeza la inoportuna ocurrencia de ir con la noticia a la escuela.
"¡¿Quééé?!".
Según él, todos nuestros amiguitos tenían que saber la noticia.
Y como yo era muy celoso con mi "descubrimiento", me opuse terminantemente.
-¡Si nosotros las vimos caer, son nuestras! -le reclamé.
En todo caso, yo consideraba que no había transcurrido el tiempo suficiente para contarlo. ¡Y mucho menos a alguien que no viviera en casa!
¿Quién creería el cuento de dos niños que buscan cómo escalar un cerro peligroso para ir a recolectar decenas de estrellas que, supuestamente, vieron caer allí?
¿Cómo contarlo?...
Más que una fantasía, lo considerarían una locura, y ninguno de los dos tenía edad para la locura.
Apo insistía en que había que contárselo a los niños de La Vuelta del Barco...
Hasta que se me ocurrió decirle que lo mejor era ir ambos, sólo él y yo, a buscarlas al Cerro del Machete, y llevarlas a un sitio cercano a casa, adonde nuestros amiguitos pudieran ir a conocerlas.
-¿Qué haremos con tantas? -preguntó.
Tenía razón.
¿Dónde las esconderíamos para que no las hallaran? ¿Cuántas veces tendríamos que escalar el cerro para recogerlas todas? ¿Y qué tal si eran muchas, muchas, muchas?
Acepté a medias su propuesta: ¿Con quiénes compartiríamos nuestro secreto? ¡Todos lo sabrían, más temprano que tarde!
¿Cuántos niños debían saberlo, que pudieran cooperar en la "recolección" rápida de tantas estrellas y que guardaran el secreto?
¿Se lo decimos primero a fulano?
No, mejor a mengano.
Prefiero a zutano.
No, más bien a perengano...
Era nuestra cotidiana batalla.
Además, ¿cómo se lo diríamos a nuestros padres y hermanas, si ya nos habían dicho una y otra vez que las estrellas caen en el mar, no en la tierra?
A decir verdad, mi mayor temor no era porque lo supieran los niños de nuestra edad, sino los mayores.
A los niños, bien hubiere podido mantenerlos con la idea de que mi fantasía era mucho más agradable que las historias de espanto contadas por los adultos.
¿Quién de siete años, como yo, se aventuraría a ir al cerro?
Los adultos hablaban de innumerables casos "diabólicos". Decían que allí vivía el diablo y les faltaban nombres de quienes hacía muchos años, según ellos, se atrevieron a ir y ya no regresaron.
Nadie aseguraba haber estado nunca allí, pero todos afirmaban que había animales "sin nombre" que se comían a la gente.
Los abuelos de La Vuelta del Barco decían que lo nombraron Cerro del Machete porque muchos hombres del pueblo murieron allí después de pelearse a machetazos con el diablo.
Sin embargo, la emoción de ver tantas estrellas reunidas, era suficiente para que yo no me espantara y le insistiera a mi hermano que teníamos que ir sólo él y yo a buscarlas.
-Si las estrellas ya no tienen brillo, las pulimos -animé a Apo al proponérselo.
Tiempo más tarde, enseguida de que en el pueblo se vio caer una lluvia de estrellas anticipada infinidad de veces por la radio (cayeron al norte del caserío), acordamos mantenerlo como "nuestro secreto".
Sólo durante dos años más, Apo y yo disfrutamos el espectáculo de las estrellas que caían: nos mudamos a la ciudad.
La familia de Casi lo hizo una década más tarde.
Irreparablemente, nuestras visitas a La Vuelta del Barco disminuyeron.
Esa vez fuimos más por nostalgia que por convencimiento.
Era natural que al ver el Cerro del Machete, recordara aquella aventura infantil que se quedó en el intento.
Si bien ahora la edad ya no me permitía acceder fácilmente a las aventuras de riesgo, ¿por qué no hacerlo? ¿Qué tal si resultaba verdadero lo que durante un tiempo imaginamos como cierto?
-Si las estrellas ya no tienen brillo, las pulimos -pensé mientras Apo y Casi gritaban al unísono "¡Una estrella... una estrella!", y brincoteaban como niños.
-¡¿Cuáles estrellas? ¿De qué hablan?! -grité confundido.
Su respuesta fue un sonoro concierto de carcajadas, que interrumpieron cantando "Estrellita, estrellita/ del cielo poniente... Estrellita, estrellita/ del cielo poniente".
-¿De qué se ríen? -insistí, y ellos ¡¡jajajajajajajajajaja!!
-¿Dónde están las estrellas? ¿Por qué ante mis ojos no brillan? -versé con mi añejo tufo de poeta, en la creencia de que se trataba de una broma, y ellos ¡¡jajajajajajajajajajaja!!
Corté de un machetazo la rama más cercana y me dirigí hacia Casi, con ánimos de pegarle con ella.
-¡Espera, espera... Cuánta razón usted tenía, que lo que caer vía, estrella era! -parodió cuando me le acercaba. Se agachó sobre su lado derecho, recogió algo, me lo mostró y gritó:
-¡Sorpresa!
Me quedé boquiabierto unos segundos y... ¡¡jajajajajajajajajajajajajaja!!...
No sé cuánto tiempo estuvimos riendo y cantando "Estrellita, estrellita/ del cielo poniente...". Al acercarme a ellos para festejarlo juntos, tropecé y caí. Me repuse rápidamente, pero antes de continuar quise saber con qué había tropezado y, ¡oh, sopresa!... era una estrella de mar petrificada de similar tamaño a las que Apo y Casi sostenían entre sus manos....
Nos reunimos brincoteando como niños, abrazando y acariciando con particular ternura nuestro fantástico hallazgo, al ritmo de "Estrellita, estrellita/ del cielo poniente...". Era como sentirnos seguros de haber revivido nuestro sentido de la conquista, si bien nada inhibía el pregón de esa menesterosa alegría... Ni siquiera los murmullos del cerro...
Después de un largo "festejo", regresamos a casa con las estrellas de mar petrificadas y cada quien le contó a su familia la "increíble historia" (diría Casi) de mi "constelación terrenal", como yo la llamaba hace tanto tiempo...
Ha muchos años de singular aventura. Desde entonces no hemos ido al pueblo, pero el brillo de aquella "constelación" perdura. Conservo mi estrella de mar, como quien conserva un retrato. ¿Será tal vez por cierta incontrolable ternura, o quizá sólo un recuerdo grato?
Hoy, las tres familias nos reunimos en casa de Casi... Apolinar recordó nuestro más preciado sueño infantil, ante el asombro de los chiquillos.
Es noche estrellada en la ciudad.
He decidido contar esta historia porque acaba de suceder algo parecido a la comedia: resulta que uno de mis más pequeños nietos se quedó en el balcón bien quieto, al filo de las nueve y media, sonrojada por el frío su carita bella, dormido, sonriente, esperando caer una estrella y cantando "Estrellita, estrellita/ del cielo poniente...".


*Cuento del libro "PRECOCIDADES" (Editorial Resistencia, 2006), de FREDDY SECUNDINO S.

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